miércoles, 26 de septiembre de 2018

Entre menos besos más abrazos.


Nunca imaginé que él se sintiera tan solo como yo.

Lo supe cuando mencionaba su nombre como si fuera algo casual y yo me hacía la que no sabía que esa persona era su amante, también.

Que ya me lo habían dicho porque a pueblo chico infierno grande, que ya sabía dónde vivía y que cada vez que pasaba por su casa volteaba a ver si estaba su auto, ni siquiera eran celos, era morbo.
Cuando lo supe no sentí nada, o mejor dicho, lo sentí todo. Me dio pena, porque al igual que a mí, había cosas que les impedían estar juntos y así como yo, cuando uno no puede tener lo que quiere, se busca algo para entretenerse. Yo estaba muy consiente que él era un placebo emocional, que estaba tapando el sol con un dedo y usaba su “amor” genérico porque no podía con el de patente. Pero hasta ese día entendí que yo también fungía la misma función.

Lo empecé besando sin ganas, jugando con su cuello, mordiéndole los dedos, mientras él me desabrochaba la blusa y sostenía mis senos.

Eliminé cada uno de los botones de su camisa hasta llegar a su cinturón y voltee la cara a la suya. Me vi en sus ojos y lo vi a través de los míos, ya no era el morbo, ni el deseo, ni siquiera el cariño que nos llegamos a tener, si es que así se le puede llamar. Lo que pasaba ahí estaba sucediendo por el simple hecho de que podía suceder, porque ambos sabíamos que cuando todo estaba mal siempre estaba ese hombro amigo donde refugiarnos, lo único diferente era que en lugar de agarrarnos a llorar por las injusticias, nos acostábamos. Era casi casi una plática casual. Era la intimidad de sentirse menos mal, aunque fuera por un ratito, de recuperar algo de confianza, de reafirmar que todo está mal, que nos lleva la señora chingada, que no podemos solucionarlo, pero que por lo menos no hemos podido perder la gracia de querer coger. 

Cuando leí el amor en tiempos del cólera y veía que Florentino Ariza se acostaba con muchas mujeres y algunas de ellas terminaron siendo más sus amigas que sus amantes no lo entendí. Hasta ese día, que después de usarnos mutuamente y sentirnos vacíos, en todos los sentidos posibles, con el cuerpo dolido y el cabello hecho nudos, me encontré buscando un pecho donde descansar, le tome el brazo y lo apoyé en mi nuca, a él no le gustaba acurrucarse y yo lo hacía por costumbre nostálgica de sentirme querida.

Pasé mi dedo por su garganta y apoyé mi mejilla en su pectoral. Le besé el esternón y suspiré. Este de aquí había sido un acto de lástima, por nosotros mismos, solo por no dejar ir.  

Y sentí en el fondo de mis vísceras que sería el último. Porqué la próxima vez que se hizo un silencio largo entre ambos terminé encontrándome el auto afuera de la casa de su otro amante, porque cuando nos veíamos ya no íbamos a moteles baratos a quitarnos la ropa, si no que nos sentábamos en lugares oscuros y lejanos a ver el cielo, a contarnos cosas que no son importantes porque ninguno tenía el valor de ser totalmente honesto. Qué curioso ¿no? Que de amigos a amantes fue algo tan brusco y grosero pero regresar a quererlo como mi igual fue un proceso natural, sin esfuerzo, como remar a favor de la corriente.

Ahora estábamos encausados y si algún día llegara a pasar algo ambos sentíamos que el otro sabía que era solo la maña, el quemar el cartucho de la posibilidad y que entre menos besos más abrazos.