Nunca imaginé que él se sintiera tan solo como
yo.
Lo supe cuando mencionaba su nombre como si
fuera algo casual y yo me hacía la que no sabía que esa persona era su amante,
también.
Que ya me lo habían dicho porque a pueblo chico
infierno grande, que ya sabía dónde vivía y que cada vez que pasaba por su casa
volteaba a ver si estaba su auto, ni siquiera eran celos, era morbo.
Cuando lo supe no sentí nada, o mejor dicho, lo
sentí todo. Me dio pena, porque al igual que a mí, había cosas que les impedían
estar juntos y así como yo, cuando uno no puede tener lo que quiere, se busca
algo para entretenerse. Yo estaba muy consiente que él era un placebo
emocional, que estaba tapando el sol con un dedo y usaba su “amor” genérico
porque no podía con el de patente. Pero hasta ese día entendí que yo también
fungía la misma función.
Lo empecé besando sin ganas, jugando con su
cuello, mordiéndole los dedos, mientras él me desabrochaba la blusa y sostenía
mis senos.
Eliminé cada uno de los botones de su camisa
hasta llegar a su cinturón y voltee la cara a la suya. Me vi en sus ojos y lo
vi a través de los míos, ya no era el morbo, ni el deseo, ni siquiera el cariño
que nos llegamos a tener, si es que así se le puede llamar. Lo que pasaba ahí
estaba sucediendo por el simple hecho de que podía suceder, porque ambos
sabíamos que cuando todo estaba mal siempre estaba ese hombro amigo donde
refugiarnos, lo único diferente era que en lugar de agarrarnos a llorar por las
injusticias, nos acostábamos. Era casi casi una plática casual. Era la
intimidad de sentirse menos mal, aunque fuera por un ratito, de recuperar algo
de confianza, de reafirmar que todo está mal, que nos lleva la señora chingada,
que no podemos solucionarlo, pero que por lo menos no hemos podido perder la
gracia de querer coger.
Cuando leí el amor en tiempos del cólera y veía
que Florentino Ariza se acostaba con muchas mujeres y algunas de ellas
terminaron siendo más sus amigas que sus amantes no lo entendí. Hasta ese día,
que después de usarnos mutuamente y sentirnos vacíos, en todos los sentidos
posibles, con el cuerpo dolido y el cabello hecho nudos, me encontré buscando
un pecho donde descansar, le tome el brazo y lo apoyé en mi nuca, a él no le
gustaba acurrucarse y yo lo hacía por costumbre nostálgica de sentirme querida.
Pasé mi dedo por su garganta y apoyé mi mejilla
en su pectoral. Le besé el esternón y suspiré. Este de aquí había sido un acto
de lástima, por nosotros mismos, solo por no dejar ir.
Y sentí en el fondo de mis vísceras que sería
el último. Porqué la próxima vez que se hizo un silencio largo entre ambos
terminé encontrándome el auto afuera de la casa de su otro amante, porque
cuando nos veíamos ya no íbamos a moteles baratos a quitarnos la ropa, si no
que nos sentábamos en lugares oscuros y lejanos a ver el cielo, a contarnos
cosas que no son importantes porque ninguno tenía el valor de ser totalmente honesto.
Qué curioso ¿no? Que de amigos a amantes fue algo tan brusco y grosero pero
regresar a quererlo como mi igual fue un proceso natural, sin esfuerzo, como
remar a favor de la corriente.
Ahora estábamos encausados y si algún día
llegara a pasar algo ambos sentíamos que el otro sabía que era solo la maña, el
quemar el cartucho de la posibilidad y que entre menos besos más abrazos.
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