martes, 9 de enero de 2024

A-Dios.

 

Me he tardado una eternidad en escribir esto.

No estaba lista.

Vengo de una familia religiosa, en su mayoría católicos, algunos carmelitas y todos ellos profesan una fe fuerte.

Mis primeros recuerdos hablando con Dios fueron de niña, rezaba el ángel de mi guarda antes de dormir y le pedía una que otra cosa como si fuera un mago.

Aprendí los rezos obligatorios en una mecedora blanca de fierro en el patio de mi abuelita mientras preparaba a niños para su primera comunión, después de eso me hice asidua de los domingos de catecismo y me enseñaron, entre otras cosas, algunas historias a través de la biblia. Sí, sentía culpa por mis pecados infantiles y pequeños, y sí, me sentí liberada la primera vez que me confesé. Cumplí con los sacramentos que mi edad me permitía e incluso participé como miembro activo de un grupo juvenil.

Esa es mi historia con la iglesia, no con Dios.

Yo conocí a Dios la primera vez que recé el padre nuestro en la capilla de Lourdes, después de abandonar a mi mamá en casa de una tía, en un momento en el que me sentía total y completamente desolada, abandonada, débil y sin valor.

Comencé a rezar >>Padre Nuestro que estas en el cielo…>> santifiqué su nombre y le pedí en cada estrofa que yo, una sierva más, fuera tocada por su amor, por su mano.

Sentí a Dios a través de mi, me levanté y salí del hoyo donde yo misma me había puesto.

Durante los siguientes años teníamos pláticas casuales en mi lugar personal favorito, en cama, justo antes de dormir. Siempre le agradecí lo bendecida que me sentía, lo completa que estaba.

De niña supe que tendríamos diferencias, desde que leyeron los mandamientos y el primero me brincó:

<<Amarás a Dios sobre todas las cosas>>. Quise levantar mi mano y objetar, como siempre, pero sabía que no era muy apropiado de una niña de 10 años poner en tela de juicio los mandamientos que guiaban a una iglesia de 2000 años.

Ya en privado y a oscuras le dije: “Se que eres Dios y tu me has dado todo, pero si me pones a elegir entre tu y mi mamá, vas a perder”.

Un trato que hasta el día de hoy mantengo con él.

Mi mamá es una persona de fe, más que religiosa creo que su amor por Dios es tan inmenso que la fortalece de una manera poco convencional: respeta su matrimonio, la maternidad, la amistad y sirve a Dios amando a su familia y siendo una persona bondadosa y agradecida.

A través de ella y con ella he sabido lo que es la fe y el amor incondicional. No creo que sea casualidad llamarme María, la madre de Jesucristo. Mi figura más sagrada no es en sí la virgen, es mi propia madre.

Ella siempre hablaba de Dios y sus gracias y desgracias, de sus “diosidencias” de las formas muy “particulares” de hacer las cosas para ese plan perfecto donde no se equivocaba. Yo coincidía y aceptaba todo esto, hasta que no estuvimos de acuerdo.

Recuerdo tambien esta plegaria que terminó siendo una amaneza de quien no tiene nada con qué negociar:

-No te lo lleves- Le rogué. -Es un niño, solo tiene 20, no te atrevas a quitárnoslo.

Él se atrevió.

Que enojada estaba con Dios. Mientras en mi casa veía una fe estoica y yo mentándole la madre por quitarme a mi Pollo.

No entendía por que mi mamá no estaba molesta con él. Si toda la vida la había escuchado decir que morir después de tus hijos era un acto antinatural, que lo había visto a través de amigos cercanos y siempre que pedía por ellos en sus ojos encontraba una súplica callada de no perder a uno de nosotros.

Creo que ella entendió antes que mi hermano se fuera algo que me costó bastante entender a mí.

Su propósito en la vida había terminado.

Pollo nos había enseñado cosas tan pequeñas y cotidianas que no fuimos capaces de ver que fue un maestro de poco tiempo, que la luz incandescente que irradiaba era propia de un cometa, fugaz, hermoso y corto. Pollo nos bañó de amor y de paz y sin saberlo nos dio una última lección: la fe.

Ella sigue diciendo que tiene cuatro hijos, y aunque uno no está en físico, siempre está aquí, con nosotros.

Lo entendí ahora: Pollo pasó de estar conmigo a estar en mí.

En mi forma de caerme, de reírme, de hacer las cosas que tengo que hacer, de ser torpe y lista a la vez, de no juzgar, de apoyar a la gente y de querer absoluta y completamente a las personas.

Creo que una parte de mi vivía en él, fue mi hermano, mi amigo, mi cómplice de infinidad de estupideces, fui su confidente e incondicional, su fan número uno en cualquier cosa que intentaba, su promotora, manager, inventamos los jueves de vino, le di su primer shot de tequila en la cocina, le enseñe a ser caballeroso, a vestirse de cuadritos y de botas, lo peiné en la primaria, lo enseñé a bailar la vaca lola en el kínder, a dar marometas en la sala, a bailar banda, a comprar rosas y a disfrutar la vida.

Como he dicho ya, el amor es para mi, la única cosa que transciende el tiempo, el espacio y la vida misma. Perderlo de mi lado me ha dolido tantísimo porque así de tantísimo disfruté tenerlo conmigo.

Solo algo que se ama así puede llegar a doler de igual manera, es la fuerza resultante de quitar del espacio físico un amor inconmensurable.

Es el vacio que deja su ausencia.

Voy llenando ese vacío día a día, con recuerdos y acciones que son para y por él.  Y como dije, ahora vive en mí, en mi interior, como Dios, como los consejos de mi madre y el amor de los míos. Mi hermano se ha convertido en mi línea directa espiritual a lo mas sagrado.

Mi fe esta sanando porque nada puede ser más hermoso que haber tenido la oportunidad de querer a alguien así y aprovecharla.

Así que Dios, gracias por ese regalo. Ese maravilloso regalo que fue tenerlo y que ahora viva en mí.

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