Ayer fue el primer domingo que no deseé que estuvieras aquí. Me tomó algo así como cuatro y medio meses poder sentir eso.
No haces falta en mi mente los días siete y poco a poco se me ha desvanecido el deseo de recostarme en tu pecho y sentir tu olor enrredándome las piernas y besándome la frente.
Ayer fue diferente. Aunque mi cama y yo tuvimos una aventura dominical nada me recordó a ti.
Ya no dueles tanto. Solo a veces, solo poco. Ya no dejo que la tristeza me soborne y me ponga a buscarte en cualquier lado que sé que no te encontraré y mi yo cuerda ha deshecho cualquier rastro de que estuviste aquí. De que fuiste tan real como el aire que respiro.
No tengo fotos de tu rostro ni marcas en mi cuerpo que algún día estuve sumergida en la idea de que fueras el bueno.
El que si valía la pena.
He hecho una lista de difusión en WA para decirles “buenos días” a el empujón de autoestima que me dan los tipos que siempre me dicen guapa, así en lugar de darme tristeza me da risa. No escucho canciones de amor ni le digo te quiero a nadie.
Porque no los quiero. Siento que ya no quiero querer a nadie.
No tengo espacio en mi mente, en mi alma ni en mi ser para ningún marino errante que se disfrace de oveja para descansar en mis montañas. Cerré el centro de rehabilitación de pendejos y he descolgado la escalera blanca que adornaba mi puerta.
Estoy llena de cicatrices por todos lados. Unas las podrías sentir sobre mi piel y hay otras tan profundas que ni con laparoscopia podías ubicarlas, nacen en mi pecho y se ocultan detrás de mi corazón. Soy un cúmulo de errores que me han prohibo abrir la puerta, sin importar si tocan o si hay alguien afuera intentando derribarla.
Me guarde mis te quieros, mis te amos y mis te extraños para la siguiente vida, donde alguien tenga algún viejo derecho a merecerlo.
Por lo pronto solo hay velas pequeñas que no me molesto en pagar y no me calientan pero evitan que muera de frío.
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