Morirse poquito
Era gris el cielo, uno color oscuro de fondo y
unos rayos debajo de la nubosidad indicaban que solo quedaba el sol agonizante.
Hacía frio y eran finales de octubre, los
arboles estaban húmedos y me mojaban las gotas jóvenes de una lluvia escasa, ¿es
posible que un lugar lleno de todo se sienta tan vacío?
Lo era.
Se sentía vacío, a pesar de las ardillas que
trepaban, de las bancas de metal y los miles de árboles, había personas paseado
a sus perros, algunos runners y todo en domingo.
Cada vez que me aparezco por aquí me duelen los
ojos, me dan ganas de llorar. Mi lugar favorito está ligado al recuerdo de cosas
que no pasaron. Incluso llevé a Satanás, para ver si él me dejaba un buen
recuerdo que invocar cuando lo visitara.
No pasó tampoco. No quise ir al final del
parque porque ahí estaba nuestro primer beso. En ese farol casi a la salida, justo en estas fechas, justo en
este clima, solo faltaba un escueto niño sosteniendo una sombrilla prestada.
¿Se puede sentir todo y nada a la vez?
Porque así lo sentía.
Sentía que la lluvia me penetraba la piel y
mojaba cosas dentro de mí, sentía que no había riñones, ni hígado, que mis viseras,
mis pulmones y mi estómago estaban extraviados. No era capaz de sentirlos
dentro de mí. La lluvia chocaba con interior y me iba inundando.
El corazón seguía ahí, latiendo en mi garganta,
promoviendo unas gotas saladas que saldrían de mis ojos si no cuidaba mis
pensamientos.
Estaba llenándome de tristeza y me vaciaba de ese autocontrol que presumo al mundo.
Tenía tantas ganas de llorar que mejor me escondí
en una banca… la banca de la fuente a la mitad de todo. Gracias a Dios la
modernidad no ha llegado a este lugar, bien podría tomar una foto y ser octubre
de 1980 o del 2019. Las luces seguían siendo amarillas, esas que le dan un
estilo hogareño cálido al asunto, las esquinas tenían hojas golpeadas por el
viento ligero y las tiras de metal blancas seguían estando heladas.
Olvide el suéter, otra vez. Siempre olvido el
frío que hace cuando uno va a morirse poquito.
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