Como cuando llevas dos horas discutiendo con alguien y
te das cuenta que tu estas equivocada pero ya no hay vuelta atrás y tienes que
seguir en tu postura para no quedar como una estúpida, así que sacas algo que
hizo hace 3 años y jamás le perdonaste.
Entre la guerra y la paz.
Odiaba discutir
con él, más bien, odiaba discutir sola.
A él no le gusta
levantarme la voz y jamás me insulta, en cambio yo soy el mejor ejemplo de un
pelafustán, algo grosera y en ocasiones se me salía algún “pendejo” o un “idiota”.
Odiaba su manera de tomarme con calma, incluso sabía que entre sus reglas básicas
para el sano convivir conmigo tenía la de “Desayúnese 2 cucharadas (copeteadas)
de calma cuando vea a Fernanda enfurecer”.
Odiaba que para
eso él fuera más maduro que yo, me molesta pensar que me veía como una niña
caprichosa (no digo que no lo sea, pero me duele que los demás lo noten) y con
sus dimensiones de papá, de seguro pretendía regañarme y castigarme.
Odiaba la manera
en que me tranquilizaba, como con somníferos, se volvió un experto en manejar
mis sentidos, los avivaba y atontaba a su antojo; siempre odiaba que me hiciera
reír cuando quería permanecer sería, odiaba que fuera racional y centrado,
tanta tranquilidad me saca de mi zona de confort.
Yo puedo lidiar
con el caos, con la anarquía y la violencia, con el desorden y las cosas que
necesitan arreglarse y él, a veces, muy a veces, me lo hacía a mí, me ordenaba
el caos, como si yo fuese un desorden y, como sabes, hay cosas que no puedo
manejar, como la paz.
La paz es
terrible, muy parecida a la guerra. Pero menos duradera, es un receso de gritos
y arranques, la paz indica que las cosas andan bien, hasta que se muere y le da
paso a la tormenta. Él parecía la paz y yo, yo siempre he sido guerra.
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