Sin San Francisco.
Me di
cuenta que las promesas que habíamos hecho de niñas no se cumplirían.
Que no
iríamos jamás a Canadá juntas a recoger hojas de maple, que no cruzaríamos el
Golden Gate en un auto descapotable con la canción de “You can drive in San
Francisco”, que no haríamos ese viaje en auto donde pondríamos música de esa
que sólo nos gusta a nosotras en el camino.
Al final de
cuentas, esos eran los planes que teníamos ANTES.
Y si no nos
veíamos mucho ahora, con sus planes de matrimonio tendría que hacer cita con
meses de anticipación para un café, tendría que, obligatoriamente desconectarla del riñón que compartía con él.
Tal vez era
yo quien se lo toma todo muy literal, que cree que las cosas que planeamos iban
a pasar, en algún punto. Que la quería tanto que no me hubiera molestado ponerme
3 letras en mi cuerpo para siempre, porque la quería así, para siempre.
Pero
también que después de todo, los sueños y planes que teníamos eran suyos.
A ella le
encantaba Canadá y el frío.
Y el Golden
Gate era algo que tenía ella con un puente en otro país.
Lo de
manejar, eso sí era mío. Pero igual era tiempo de cambiar mis planes. Hacerme
unos propios. Dónde no dependiera de si alguien me acompañaba o no.
Uno que
incluyera viajar sola en auto a donde
sea, con música que solo a mí me gusta, para cantarla a todo pulmón.
Conocer
Vancouver, no por el frío, ni por Canadá, si no por los jardines. Por la
maestría.
Ver las
fronteras de los países europeos, comerme un brownie de marihuana en Amsterdam
y tomarme una cerveza en un bar alemán.
Conocer
Bali y quedarme en una cabaña.
Andar en
bicicleta, hacerme un tatuaje, aprender a hacer arroz.
Levantarme
temprano los domingos a ver la ciudad vacía. Desayunar pastel de chocolate con
doble chocolate y cubierta de chocolate.
Tal vez,
debería entonces, seguir mi propia lista y llevarla a ella conmigo… en el
corazón.
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