jueves, 1 de febrero de 2018

Tomar la fresca 1/28

No sé si sepan pero aquí en Rioverde (o Ciudad Fernández, no entraremos en detalles de peleas antiquísimas de si es Rioverde o Fernández, porque para mí que crecí y viví en ambos son lo mismo, en diferente lugar, con gente diferente y costumbres diferentes pero, para fines prácticos, son lo mismo) tenemos una maña que debería ser considerada patrimonio de la humanidad, porque gracias a ella se han podido transmitir más conocimientos, chismes y noticias de los que Google puede encontrar; hablo de tomar la fresca.

Esta noche he podido presenciar una plática de esas y aunque es costumbre mía sentarme a escucharlas, cada vez son menos las oportunidades de ser testigo, cuando tengo la dicha de tropezarme con una me acomodo en una sillita y soy arrullo con la maraña de historias de gente que murió hace años o gente que tiene noventa y tantos, de casas que no son de los dueños originales, de las casas viejas de quien sabe quién, de locales que ahora son cosas que no eran antes, de la papelería que fue antes bisutería y vendían ropa, eso después de que las hermanas se pelearan la herencia que dejo la mamá que se quedó viuda bien joven, que lotearon la  casona grande y más cambios aleatorios que ha sufrido el paisaje céntrico de mi Rioverde  y esta noche, no fue la excepción.

Mi mamá había huido nada disimuladamente de una cena de cumpleaños y mis hermanos me abandonaron en otra plática de grandes que no sonaba interesante,  así que me dispuse a seguir a mi mamá. La encontré con mi tío, que era un personaje en vida, vestía pulcro como siempre, con una playera blanca sencilla de cuello uve y unos jeans de señor grande, en la punta de a uve de su playera colgaban unos lentes que le molestaba usar, pero que cargaba por si las dudas de necesitarlos, en su mano chocolate tenía una cajetilla de los Marlboro rojo, reciente cambio de sus acostumbrados Raleigth que lo había visto fumar desde que tengo memoria.

Observarlo y escucharlo era para mí como leer un libro de historia, siempre había un trasfondo de cada anécdota, de cada comentario y lo decía con una elocuencia de la que ciertamente siempre estuve celosa. Cuando me recibía con alguna frase que iba dirigida a que ya “casi terminaba mi carrera” y me hacía sentir culpable por no poder ser tan buena en todo lo que él creía que yo era.

Tomo un Marlboro rojo y lo puso en su boca y en un rápido movimiento lo prendió mientras le daba su primer fumada, era la única persona que podía hacer eso enfrente de mi mamá y a ella no le molestaba, ni salía de sus labios algún comentario como “Yo no le veo el chiste a quemar dinero”.
Llegué sigilosamente explicando los motivos de mi huida y me senté en la jardinera rota de por vida del arbolito que estaba afuera de la casa de mi tío.

Rápidamente él quiso incluirme en la plática haciendo gala de su conocimiento de mi nuevo “trabajo” de vacaciones  en la presidencia: 

¾     La casi ingeniero empleada municipal- soltó entre humos y risitas.

Me causaba un poco de pena, ya que siempre me quejé de los empleados municipales e irónicamente había terminado trabajando ahí de una u otra forma, aunque fuera cosa temporal.

Empezó  a retomar el ritmo la plática que interrumpí y me perdí un poco en los pliegues de su cuello y su piel que aunque no alcazaba a percibir ningún aroma peculiar,  imaginé que olía a lo usual: jabón y cigarro, una combinación que no quería que mi nariz nunca olvidara. Trate de echarle un vistazo y grabar en mi memoria ese día, el día que entendí que en un futuro todo lo conocido se acabaría y de él solo me quedarían los recuerdos, justo así, de blanco y con cigarro en mano, ese vicio que hacía que sacara más que humo por la boca, que sacara historias.

La plática se volteó hacia mí y mis recientes actividades, hubo un cuestionario de apellidos y de personas con las que trabajaba y obviamente el nombre de mi jefe salió a relucir, pareció que había demasiadas historias que contar de tras de él, su supuesto parentesco con Silvia Derbez, la belleza de su madre, la elegancia de sus ancestros, sus antiguas viviendas, las propiedades que ya no eran de la familia, los lugares que si siguen siendo, las atrocidades estructurales de los cambios arquitectónicos de las remodelaciones, su pasado, sus cosas, todo sobre él, nunca tuve idea de cuánto sabían mi mamá y mi tío sobre absolutamente todo lo que me rodeaba, pero siempre olvidaba que lo que hace a un pueblo pueblo, es precisamente la gente que lo habita.

No somos muchos, pero somos todos conocidos, en sus mayoría y no podía dejar de decir apellidos cada vez que conocía a alguien o algún nombre nuevo se me escapaba y ellos llegaban al tuétano de las historias.

“¿Y esa niña como se apellida?”, preguntaban siempre, “¿y por donde vive?” y lo describía vagamente, ahí era cuando la sección amarilla mental de mi familia cobraba vida y daba con su árbol genealógico: “sus papas tienen una tienda de bisutería y su abuelita viva en la calle dónde antes rentaba tu tía”, jamás entendí sus deducciones, ni sus habilidades, pero era casi casi un placer que ellos lo supieran todo, algo que espero me hayan podido heredar, el don del saber.  

Me gustaría poder recordar más de aquella noche, de hace un tiempo ya, desafortunadamente, me la pase gozándola en lugar de grabármela para después escribir de ella, son las complicaciones de vivir el momento, solo dura eso, un momento.



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