No sé si sepan
pero aquí en Rioverde (o Ciudad Fernández, no entraremos en detalles de peleas
antiquísimas de si es Rioverde o Fernández, porque para mí que crecí y viví en
ambos son lo mismo, en diferente lugar, con gente diferente y costumbres
diferentes pero, para fines prácticos, son lo mismo) tenemos una maña que
debería ser considerada patrimonio de la humanidad, porque gracias a ella se
han podido transmitir más conocimientos, chismes y noticias de los que Google
puede encontrar; hablo de tomar la fresca.
Esta noche he
podido presenciar una plática de esas y aunque es costumbre mía sentarme a
escucharlas, cada vez son menos las oportunidades de ser testigo, cuando tengo
la dicha de tropezarme con una me acomodo en una sillita y soy arrullo con la maraña
de historias de gente que murió hace años o gente que tiene noventa y tantos,
de casas que no son de los dueños originales, de las casas viejas de quien sabe
quién, de locales que ahora son cosas que no eran antes, de la papelería que
fue antes bisutería y vendían ropa, eso después de que las hermanas se pelearan
la herencia que dejo la mamá que se quedó viuda bien joven, que lotearon
la casona grande y más cambios
aleatorios que ha sufrido el paisaje céntrico de mi Rioverde y esta noche, no fue la excepción.
Mi mamá había
huido nada disimuladamente de una cena de cumpleaños y mis hermanos me
abandonaron en otra plática de grandes que no sonaba interesante, así que me dispuse a seguir a mi mamá. La
encontré con mi tío, que era un personaje en vida, vestía pulcro como siempre,
con una playera blanca sencilla de cuello uve y unos jeans de señor grande, en
la punta de a uve de su playera colgaban unos lentes que le molestaba usar,
pero que cargaba por si las dudas de necesitarlos, en su mano chocolate tenía
una cajetilla de los Marlboro rojo, reciente cambio de sus acostumbrados Raleigth
que lo había visto fumar desde que tengo memoria.
Observarlo y
escucharlo era para mí como leer un libro de historia, siempre había un
trasfondo de cada anécdota, de cada comentario y lo decía con una elocuencia de
la que ciertamente siempre estuve celosa. Cuando me recibía con alguna frase
que iba dirigida a que ya “casi terminaba mi carrera” y me hacía sentir culpable
por no poder ser tan buena en todo lo que él creía que yo era.
Tomo un Marlboro
rojo y lo puso en su boca y en un rápido movimiento lo prendió mientras le daba
su primer fumada, era la única persona que podía hacer eso enfrente de mi mamá
y a ella no le molestaba, ni salía de sus labios algún comentario como “Yo no
le veo el chiste a quemar dinero”.
Llegué
sigilosamente explicando los motivos de mi huida y me senté en la jardinera
rota de por vida del arbolito que estaba afuera de la casa de mi tío.
Rápidamente él
quiso incluirme en la plática haciendo gala de su conocimiento de mi nuevo
“trabajo” de vacaciones en la
presidencia:
¾
La casi ingeniero empleada
municipal- soltó entre humos y risitas.
Me causaba un
poco de pena, ya que siempre me quejé de los empleados municipales e
irónicamente había terminado trabajando ahí de una u otra forma, aunque fuera
cosa temporal.
Empezó a retomar el ritmo la plática que interrumpí
y me perdí un poco en los pliegues de su cuello y su piel que aunque no
alcazaba a percibir ningún aroma peculiar, imaginé que olía a lo usual: jabón y cigarro,
una combinación que no quería que mi nariz nunca olvidara. Trate de echarle un
vistazo y grabar en mi memoria ese día, el día que entendí que en un futuro
todo lo conocido se acabaría y de él solo me quedarían los recuerdos, justo
así, de blanco y con cigarro en mano, ese vicio que hacía que sacara más que
humo por la boca, que sacara historias.
La plática se
volteó hacia mí y mis recientes actividades, hubo un cuestionario de apellidos
y de personas con las que trabajaba y obviamente el nombre de mi jefe salió a
relucir, pareció que había demasiadas historias que contar de tras de él, su
supuesto parentesco con Silvia Derbez, la belleza de su madre, la elegancia de
sus ancestros, sus antiguas viviendas, las propiedades que ya no eran de la
familia, los lugares que si siguen siendo, las atrocidades estructurales de los
cambios arquitectónicos de las remodelaciones, su pasado, sus cosas, todo sobre
él, nunca tuve idea de cuánto sabían mi mamá y mi tío sobre absolutamente todo
lo que me rodeaba, pero siempre olvidaba que lo que hace a un pueblo pueblo, es
precisamente la gente que lo habita.
No somos muchos,
pero somos todos conocidos, en sus mayoría y no podía dejar de decir apellidos
cada vez que conocía a alguien o algún nombre nuevo se me escapaba y ellos
llegaban al tuétano de las historias.
“¿Y esa niña como se apellida?”, preguntaban siempre, “¿y por
donde vive?” y lo describía vagamente, ahí era cuando la sección amarilla
mental de mi familia cobraba vida y daba con su árbol genealógico: “sus papas tienen una tienda de bisutería y
su abuelita viva en la calle dónde antes rentaba tu tía”, jamás entendí sus
deducciones, ni sus habilidades, pero era casi casi un placer que ellos lo
supieran todo, algo que espero me hayan podido heredar, el don del saber.
Me gustaría
poder recordar más de aquella noche, de hace un tiempo ya, desafortunadamente,
me la pase gozándola en lugar de grabármela para después escribir de ella, son
las complicaciones de vivir el momento, solo dura eso, un momento.
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