Así nació el relato.
Eran
casi las 4am y seguía dando tumbos en la habitación, me levantaba lentamente de
la cama vieja que dejaba escapar un chillido limpio en cada cambio de presión.
El
sudor del mes de mayo recorría mi cabeza de marañas doradas y la desesperación
me abrazaba entre las pocas sábanas que poseía para cubrir la desnudez de mi
colchón.
No
había mensajes, ni inbox, no what’sapps, nada de snaps, el silencio cibernético
comprobaba solamente que el día había terminado hace unas horas y yo quería
seguirme aferrando al suceso último que me mantenía despierta.
Leí
por última vez la conversación pasada y decidí dejar que el cansancio me
noqueará.
Ya
en pose de bella durmiente una lagrima fugitiva se escapó para recorrer el
tradicional trayecto de mi nariz, labios y morir añejada en el blanco de mi
funda.
No
hay que llorarle a la espera.
La ingeniera no tiene quien le
escriba
Habían pasado muchos años sin que recibiera una
carta de su amor y vivía con la ansia extrema de ser buscada por él en las
noches mientras el sueño perturbaba su espera.
Fortunata no sabía cómo dejar de esperar, era
algo tan propio de ella que creía fielmente en las promesas de un caudillo
descarriado que la enamoró en su juventud, tenía ya cerca de las 57 primaveras
y se le empezaban a notar las flores del panteón en los dorsos de las manos,
caminaba con más precaución pero se mantenía alerta de cualquier indicio de que
el amor le volvería.
Había sido útil los primeros años desde que el
joven caudillo la había dejado, hacía de todo, cantaba, bailaba, estudiaba, se
reía, pero cuando las hojas del calendario se fueron cayendo y convirtiendo en
meses, años, lustros, la incandescencia que le guardaba dentro se fue
escondiendo ante lo oscuro de su alma.
Era buscada por los muchachos jóvenes, como
parte del mito de que si la despojabas de sus ropas, aún tenía marcados besos
perpetuados de años como recordatorio de la maldición que ella misma se vio
impuesta.
Había dejado de salir, de preocuparse por los
pelos que le salían por doquier de su trenza mal hecha, por usar aretes y
comprarse embellecedores, por darse pinceladas de cariño por la cara y lo único
que le quedaba de elegante era su vieja falda lápiz que era entallada hasta la
debajo de la rodilla. Sus pellejos eran testigos de cómo su figura redonda
había sido víctima de la amargura y ahora estaban más pegadas al hueso de lo
que una vieja flaca querría.
El tiempo le había ganado y con él se llevó la vivacidad
de sus ojos y la sonrisa franca que la caracterizaba. Siempre espero que el
amor le regresara y aquella tarde, después de tanto tiempo, ella se volvió a
enamorar.
Santos era un tipo con suerte, le había ido
bien en la vida, hasta que por desgracias de salud su esposa murió en abril,
desde entonces se la pasaba dando tumbos por las calles lúgubres, petrificado
en la iglesia, de la cual solo salía para comer sus sagrados alimentos y
descansar en las noches, purificando su alma, rezando por la de su esposa y
buscando consuelo en las manos de los curas.
En una de sus andanzas de la iglesia a su casa,
que se encontraba a borde de la bahía, se tropezó con Nata y aunque el pueblo era
chico y el infierno grande, nunca había tenido la gracia de toparse.
Las almas esperanzadas se reconocen, así como
los perros, se huelen las penas y cuando la vio con su falta justa y su blusa
vaporosa, suave como la seda, supo que la fortuna le había regresado.
Se animó a pararse a platicar con ella, lo que
era mal visto desde la vez que unos turistas calenturientos se intentaron aprovechar
de Nata y ella le arrancó un pedazo de oreja a uno. Sin conocimientos previos
de su carácter difuso, la curiosidad de comprobar el estado de su ser lo empujo
a arriesgarse.
Le invitó un café, bueno té en realidad, de
esos de bolsitas de frutos rojos que ofrece un tradicional café cerca de la
playa, hablaron y hablaron y como la China bajo los rayos del sol naciente, los
ojos de Nata se llenaron de luz, una luz perdida en los tiempos.
Ella le contó, obviamente, del caudillo y de su
larga espera y Santos le comentó que la espera que él tendría que padecer era
aún más larga, porque cuando su día llegase atravesaría el tiempo mismo para
encontrar, del otro lado de la vida, a su finada esposa.
Los dos estaban enfrascados en viajes
imposibles, en travesías interminables y aunque le eran fieles a sus amores, no
les hacía mal la compañía de otro ser en desgracia.
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