sábado, 3 de febrero de 2018

La ingeniera no tiene quien le escriba 3/28

Así nació el relato.
Eran casi las 4am y seguía dando tumbos en la habitación, me levantaba lentamente de la cama vieja que dejaba escapar un chillido limpio en cada cambio de presión.
El sudor del mes de mayo recorría mi cabeza de marañas doradas y la desesperación me abrazaba entre las pocas sábanas que poseía para cubrir la desnudez de mi colchón.
No había mensajes, ni inbox, no what’sapps, nada de snaps, el silencio cibernético comprobaba solamente que el día había terminado hace unas horas y yo quería seguirme aferrando al suceso último que me mantenía despierta.
Leí por última vez la conversación pasada y decidí dejar que el cansancio me noqueará.
Ya en pose de bella durmiente una lagrima fugitiva se escapó para recorrer el tradicional trayecto de mi nariz, labios y morir añejada en el blanco de mi funda.
No hay que llorarle a la espera.

La ingeniera no tiene quien le escriba

Habían pasado muchos años sin que recibiera una carta de su amor y vivía con la ansia extrema de ser buscada por él en las noches mientras el sueño perturbaba su espera.

Fortunata no sabía cómo dejar de esperar, era algo tan propio de ella que creía fielmente en las promesas de un caudillo descarriado que la enamoró en su juventud, tenía ya cerca de las 57 primaveras y se le empezaban a notar las flores del panteón en los dorsos de las manos, caminaba con más precaución pero se mantenía alerta de cualquier indicio de que el amor le volvería.

Había sido útil los primeros años desde que el joven caudillo la había dejado, hacía de todo, cantaba, bailaba, estudiaba, se reía, pero cuando las hojas del calendario se fueron cayendo y convirtiendo en meses, años, lustros, la incandescencia que le guardaba dentro se fue escondiendo ante lo oscuro de su alma.

Era buscada por los muchachos jóvenes, como parte del mito de que si la despojabas de sus ropas, aún tenía marcados besos perpetuados de años como recordatorio de la maldición que ella misma se vio impuesta.

Había dejado de salir, de preocuparse por los pelos que le salían por doquier de su trenza mal hecha, por usar aretes y comprarse embellecedores, por darse pinceladas de cariño por la cara y lo único que le quedaba de elegante era su vieja falda lápiz que era entallada hasta la debajo de la rodilla. Sus pellejos eran testigos de cómo su figura redonda había sido víctima de la amargura y ahora estaban más pegadas al hueso de lo que una vieja flaca querría.

El tiempo le había ganado y con él se llevó la vivacidad de sus ojos y la sonrisa franca que la caracterizaba. Siempre espero que el amor le regresara y aquella tarde, después de tanto tiempo, ella se volvió a enamorar.

Santos era un tipo con suerte, le había ido bien en la vida, hasta que por desgracias de salud su esposa murió en abril, desde entonces se la pasaba dando tumbos por las calles lúgubres, petrificado en la iglesia, de la cual solo salía para comer sus sagrados alimentos y descansar en las noches, purificando su alma, rezando por la de su esposa y buscando consuelo en las manos de los curas.

En una de sus andanzas de la iglesia a su casa, que se encontraba a borde de la bahía, se tropezó con Nata y aunque el pueblo era chico y el infierno grande, nunca había tenido la gracia de toparse.
Las almas esperanzadas se reconocen, así como los perros, se huelen las penas y cuando la vio con su falta justa y su blusa vaporosa, suave como la seda, supo que la fortuna le había regresado.

Se animó a pararse a platicar con ella, lo que era mal visto desde la vez que unos turistas calenturientos se intentaron aprovechar de Nata y ella le arrancó un pedazo de oreja a uno. Sin conocimientos previos de su carácter difuso, la curiosidad de comprobar el estado de su ser lo empujo a arriesgarse.

Le invitó un café, bueno té en realidad, de esos de bolsitas de frutos rojos que ofrece un tradicional café cerca de la playa, hablaron y hablaron y como la China bajo los rayos del sol naciente, los ojos de Nata se llenaron de luz, una luz perdida en los tiempos.

Ella le contó, obviamente, del caudillo y de su larga espera y Santos le comentó que la espera que él tendría que padecer era aún más larga, porque cuando su día llegase atravesaría el tiempo mismo para encontrar, del otro lado de la vida, a su finada esposa.

Los dos estaban enfrascados en viajes imposibles, en travesías interminables y aunque le eran fieles a sus amores, no les hacía mal la compañía de otro ser en desgracia.

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