Estaba mojada hasta las nalgas y con todo mi
ser lleno de arena, sentada en la orilla del mar, viendo reventar las olas,
imaginándome un viaje que nunca hice con alguien que nunca quiso acompañarme a
hacerlo.
Siempre
pensé que eras el mar.
Siempre pensé que eras el mar, profundo,
incontenible, misterioso, intempestivo, irremediable, insoportable, inmenso,
voluble, cambiante, poderoso, perfecto.
Siempre pensé que eras el mar.
Y me sumergí en ti sin pensarlo dos veces, metí
la cara en todo lo que eras, en lo que yo siempre quise que fueras, me dejé
llevar por tus olas, por tus frases, por tus gestos, siempre pensé que eras el
mar y al mar no se le dice que no.
Me arrastraste hasta dentro de ti con tus vaivenes,
con esa manera casi rítmica de enredarme, de decirme siempre lo que quería
escuchar, de llevarme hacia ti.
Hoy que estoy frente a ti, el mar, me doy
cuenta que viví engañada.
Que tus olas, nunca fueron las que me jalaron
hasta el interior, era mi voluntad de quererte a pesar de todo quien te arrastraba
a dentro de mí, eran mis ganas de que me amaras por mi inmensidad, por mi
manera irremediable de llevarte conmigo a donde sea, por todo lo que yo siempre
fui.
Me di cuenta de que tu no eras el mar, era yo.
Y con toda la premura que tenía porque me
amaras jamás pregunté si querías ir.
Ahora me doy cuenta que yo era el mar y tú no
sabías nadar.
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